7/3/18

Roma

Roma tiene un no sé qué que me recuerda a Madrid. Eso es lo primero que me llamó la atención.
Lo segundo es que hay muchísimos locales pequeños, como bares, pizzerías, heladerías, que tienen un único baño, para hombres y mujeres.
Luego, las callejuelas empedradas, por las que puedes pasear tranquilamente, con muy poco tráfico de coches, que esperan pacientemente a que te apartes para pasar. En silencio. Sin acelerar, sin pitar, sin intentar esquivarte. Las motos y bicis igual, salvo lo de esquivarte. Pero, en general, muy bien.

Día 1.
No hicimos más que llegar, buscar el supermercado más cercano, y cenar aquí. A mí el sitio me gustó. Es pequeño, es barato, la comida está bien.
Y de ahí a dormir.

Día 2. 
Primero, un paseo por el Campo de Fiori, que tiene un mercado, todos los días por la mañana; luego bajamos al templo de apolo sosiano y el teatro marcelo, templo de hércules y la boca de la verdad; y de ahí al Trastevere. Compramos allí unas porciones de pizza al peso y comimos en la calle. Tuvimos casi que salir corriendo porque se nos hizo tarde para la visita guiada al Coliseo, el Foro y el Palatino. La visita es muy interesante, sin guía no me habría enterado de nada, pero dura casi tres horas y se hace larga. De allí ya volvimos dando un rodeo por la Via Nazionale y la Piazza de la Reppublica al alojamiento. Total, una panzada a caminar que nos dimos. Creo que nos sobró la última parte, estábamos ya cansados y total, la Via Nazionale lo que tiene son tiendas, que no es un tema que nos interese mucho. Pero era pronto, y no queríamos encerrarnos en casa cuando aún no había anochecido.

Día 3. 
El día del Vaticano. Sin duda, lo más decepcionante del viaje.
Empezamos cogiendo el metro. Resulta que en Roma tienes que saber a dónde vas antes de entrar al metro. Es decir, hay entradas por las que solo se puede acceder a uno de los andenes. Lógicamente, nosotros utilizamos la entrada que no era, así que nos tocó probar en la siguiente parada, que ya era más grande y sí pudimos dar la vuelta sin tener que salir y pagar de nuevo.
Unos cuarenta minutos de cola, más o menos, y entramos en los museos vaticanos. Solo teníamos interés en ver la capilla sixtina, pero está al final del recorrido y hay que cruzarse pasillos infinitos para llegar a ella. No recuerdo bien, pero debió costarnos una hora o así. Y, bueno, todo el mundo me mira raro cuando lo digo, pero no me gustó.
Lo primero que te encuentras, antes de entrar, es el cartel que te informa, entre otras cosas, de la prohibición de hacer fotos en la capilla. Ya me diréis qué sentido tiene. Luego entras... y, claro, está abarrotada de gente (y eso que era febrero, no me quiero imaginar cómo se debe poner aquello en julio). Por si no has leído el cartel antes de entrar, hay tres amables guardias de seguridad, uno de los cuales grita constantemente: ¡NO FOTOOOOO! NO PICTURE, PLEAAAASE! Que, vaya, rompe un poco el recogimiento que se espera de una capilla. O lo poco que queda, con tanta gente. Y, no sé. Que no digo que no sea bonita, digo que me decepcionó. Supongo que para disfrutarla me habría hecho falta un guía que me explicase cosas, o haber estudiado un poquito antes de ir.

A pesar de que estaba prohibido, hice una foto.

Después de la capilla salimos del museo. Comimos en una plaza y nos fuimos a ver la Piazza San Pietro o plaza de San Pedro. Luego ya nos fuimos del Vaticano, ligeramente decepcionados, y tras parar a comer un helado en una Gelateria (qué buenos los helados, oiga) fuimos al Castillo Sant Angelo, en cuyo parque descansamos un rato mientras algunos de nosotros disfrutaban de los columpios romanos, que tanto ver monumentos es aburridísimo.
Ya un poco descansados fuimos dando un paseo, de monumento en monumento: piazza Navona, muy chula;  panteón de Agripa, lo mejor del viaje; piazza di Pietra, muy chula; fontana di Trevi iluminada, que ya era de noche, preciosa... Un momento, el panteón de Agripa, ¿lo mejor del viaje? Pues un poco sí, más que nada por lo inesperado. De todo lo que nos encontramos de nuevas, sin haber oído hablar de ello, es lo que más nos gustó. Y encima entrar es gratis. Tanto nos gustó, que al día siguiente volvimos.
 Y así, callejeando por Roma, de una atracción turística a otra, llegamos agotados a nuestro alojamiento, y a descansar. Debimos caminar quince o dieciséis kilómetros, no está mal.

Día 4.
 Este último día ya fue más caótico. Habíamos quedado con una amiga italiana en Termini, la gran estación de tren. Fuimos caminando tranquilamente (y dando algún rodeo, me temo) hasta la Piazza di Spagna, donde por más que miré no encontré el atractivo turístico por ningún lado. En el camino empezó a llover, y estuvo lloviendo todo el día, a ratos más y a ratos menos.
De allí nos fuimos a la Piazza del Popolo, que sí que tiene atractivo, y subimos al mirador que hay en el parque de Villa Borghese. Una pena que en ese momento se puso a llover de verdad, la vista desde el parque era muy chula, y los niños podrían haber esparcido un poco.
Teníamos otros planes, pero la lluvia nos forzó a meternos en la primera pizzeria que vimos, y ya comimos ahí. Uno de estos sitios pequeños de pizza cuadrada en porciones.
Después de comer fuimos a tomar un café, y después volvimos a la Piazza Navona, con la intención de entrar en la iglesia en la que no habíamos entrado, pero estaba cerrada. Así que nos despedimos de nuestra amiga, y volvimos a la fontana di Trevi, para verla de día. Y de ahí, otra vez, dando un paseo a casa.

Día 5.
Nada. Madrugar, recoger, a Termini a coger el bus, y a Fiumicino a coger el avión. Y se acabó.

Conclusiones
Los helados italianos están muy buenos. El café es muy fuerte. Los pasos de cebra se respetan... una vez que entras en ellos. Si te quedas en la acera esperando que paren los coches, te dan las uvas; hay que armarse de valor y saltar al paso de peatones a reclamar tus derechos. Casi todo el mundo chapurrea, cuando menos, español, no hace falta saber idiomas. No hay, a mi parecer, tantas motos circulando.
El eje turístico europeo Londres-París-Roma lo forman las tres ciudades que menos me atraen. No tenía especial interés en conocer Roma. Supongo que el ir con tan pocas expectativas ha hecho que me guste aún más, aunque tampoco me ha causado esa sensación de "me vendría a vivir aquí" que sí he tenido en otras ciudades.